A partir de la primera expedición para la liberación de Tierra Santa, que fue convocada en Clermont (1085) y finalizó en Jerusalén (1099), se construyó el arquetipo de la cruzada por excelencia. El modelo fue perfeccionado y apuntalado por los canonistas posteriores, que se encargaron de definir la institución como un tipo de guerra muy concreta: una «guerra santa» por su orientación a la defensa de la Iglesia y de la cristiandad, que sólo podía ser proclamada por el Papa, cuyos participantes se reconocían a sí mismos como cruzados/crucesignati a través de determinados elementos simbólicos o a partir de la emisión de un voto, y que se asociaba a una serie de privilegios espirituales y temporales, que únicamente podía garantizar el pontífice como forma de remunerar un servicio. Sobre la base de estos elementos, la percepción que se desprende del fenómeno es que responde a una pluralidad de manifestaciones prácticas que pueden ser percibidas a lo largo del tiempo y del espacio en diferentes escenarios.